2007-08-20

Un monte muy lejano.


Donde se narra la excursión a La Maliciosa con todo lujo de detalles y cosas de mucho interés.

Aquella mañana de sábado prometía una temperatura ideal para lidiar con el reto que Jaime nos había propuesto, y eso a pesar de ser agosto. Subiríamos La Maliciosa con equipo mínimo y con un tiempo limitado. Al regreso, a eso de las tres, nos esperaba una mesa en una terraza-restaurante a los pies del pedregoso monte, en Mataelpino, pequeño pueblecito perpetuamente amenazado por el desprendimiento de toda la montaña a cuyo falda se levantan sus casas y urbanizaciones.

Comenzamos a andar a las 9, un poco tarde según el organizador y guía de tan animosa expedición, formada por David, cuñado de nuestro guía, y su amigo Alex, así como Rocío y yo mismo, aparte, claro, del propio Jaime, alma y ritmo del paso que nos llevaría a la cima del aquel tremendo bloque de granito.

La Maliciosa se levanta 2227 metros sobre el nivel del mar. Accederíamos al pico granítico, en primer lugar, subiendo paralelos al arroyo de la gargantilla, por el Collado del Fraile y, una vez llegados a la base del monte, en segundo lugar, por entre las torrenteras y los bloques de piedra desprendidos con el paso de los siglos de la ladera sur, conocida también como Ladera de Matas. Una vez arriba, nos quedaría un último repecho antes de hacer cumbre. Bordearíamos el pico para tener un paso más cómodo por la cara norte, por donde acceden los mariquitas que vienen de La Bola del Mundo, atravesando el llamado Collado del Piornal, por la cuerdecilla que abre camino entre los picos de la Sierra de la Maliciosa, la de Las Buitreras. Pero de todo ello nada nos dijo el guía, contento como iba con imponer un ritmo alegre al principio, duro un poco más tarde y que se tornó en marcha forzada a la mitad de la primera etapa. Así, ¡con dos cojones!

En la primera parada, que hicimos a una media hora o cuarenta y cinco minutos de la salida, ya bien metidos en faena, y a la sombra de la cota llamada Majaca de los Palanes (1396 metros sobre el nivel del mar), dimos cuenta de la mitad del agua que llevábamos. Nos pesaría mucho al regreso no haber medido nuestras raciones y fuerzas, pero íbamos tan sofocados que no pudimos racionalizar los sorbos. Esa primera etapa, fue para mí la más dura, pues me pilló de improviso el ritmo militar que se nos impuso mientras subíamos aquel pequeño valle, por el senderillo entre jaras y monte bajo, amenazado por la mole sublime del aquel pico que se me hacía tan lejano. El resto superó como pudo la prueba, con la lengua fuera pero con fuerzas como para continuar las bromas. Incluso yo me animé a entonar algo en alguna ocasión, pero se me iban las fuerzas al poco y tras el segundo descanso antes de entrar en las torrenteras y los inmensos bloques de piedra que amurallaban la base del monte, se me quitaron las ganas de cantar, conformándome con animar la subida con palabras entrecortadas de aliento.

Aquella segunda etapa me resultó mucho más cómoda. Rocío y yo subimos sin especial dificultad, tirando duro, duro de gemelos y cuádriceps. A veces ayudándonos de las manos, escalando por entre los bloques de granito cubiertos de líquenes verde brillante. Más flojo iba Alex, que a pesar de todo permaneció en cabeza de nuestro grupo. Yo cerraba la marcha, recogiendo y animando a Rocío, que aguantaba más que bien el duro ascenso. Jaime y David marchaban delante, a cierta distancia, abriendo paso y descansado en puntos donde nos esperaban espectaculares vistas de los pueblos de la sierra y sus embalses: Navacerrada, Becerril, Collado Mediano, Manzanares, y más allá, Moralzarzal y Villaba entre la bruma, muy a lo lejos Valmayor... y más allá.

En la última parada antes de acometer el pico, bordeando hacia el norte de la peña y enlazando con el sendero que cogen los que vienen de la Barranca, me di cuenta de lo fuerte que habíamos subido. Jaime tuvo que recuperar fuerzas comiéndose un bocata que llevaba y el resto acabamos prácticamente con el agua que nos quedaba. Parecía, sin embargo, que la cosa ya estaba hecha y sólo David comenzaba a quejarse, aunque con cierta sorna de la tontería de subir a aquella montaña, de que menuda paliza y, en definitiva, de lo vano de los retos humanos. Tras el descanso, vigilados por los buitres que nos sobrevolaban, continuamos camino, ya sin agua y con las fuerzas bastante mermadas. Justo antes de alcanzar la meta me detuve a contemplar el paso que viene desde La Barranca, que nace a los pies del hotel homónimo, y en los montañeros que de allí venían. Sin duda, pensé, nuestra vía era más divertida y aventurera, trepando como las cabras montesas que nos habíamos cruzado un poco más atrás y que nos miraban como sorprendidas mientras ponían prudente distancia con nosotros.

Hicimos cumbre a la una de la tarde más o menos. Teníamos unas dos horas aún para bajar. Parecía resultar fácil llegar a la hora en punto al restaurante y sólo David ponía pegas, molido como estaba, roto por el terrible esfuerzo que habíamos hecho. Rocío, cansada, afrontaba con ánimo la bajada, aunque luego me confesara que creyó entonces que no llegaríamos a la hora, pues sabía que en subir se tardaría al menos lo mismo que en bajar. Alex, entero, hacía fotos y se solazaba alegre por la cumbre. Ya Jaime nos apremiaba a la bajada, avisándonos de que ésta sería bastante dura, algo que venía comentando desde que saliéramos del pueblo. Quien avisa no es traidor. Pero entonces no podíamos pensar en pinchazos, coronado como lo habíamos hecho uno de los techos de la Sierra de Guadarrama. Desde allí se divisaba, al norte, La Bola del Mundo, La Cuerda Larga, con el paso hacia Cabezas, y, más allá, un poco al sureste, La Pedriza.

La idea era bajar por el lado este de la cima hacia el Cerro de La Maliciosa, junto al Collado de las Vacas, y coger la Cuerda del Hilo que nos llevaría directamente al pueblo. Y eso es lo que hicimos, cada uno como pudo, en el tiempo que pudo y con las fuerzas y el ánimo que tuvo. Unos más, otros menos. Por mi parte puedo decir que pocas jornadas se me hicieron tan duras y que si cuando Jaime nos propuso la salida, amenazándonos con fundirnos, no le di importancia, ahora, molido como aún sigo, espero poder devolverle la experiencia, de algún modo... ¡¡Venganza!!

El primer tramo del descenso era una inclinadísima pendiente con un senderillo que zigzagueaba entre rocas muy sueltas que dificultaban mucho el paso, amenazando con la caída por resbalón o tropiezo. Había que ir fuerte de piernas, alargando el paso y muy atento y en tensión aun con ritmo lento. Pero Jaime, Rocío y yo, comenzamos rápido. Bajábamos a la carrera, sorteando las piedras peligrosamente, saltando por el senderillo serpenteante como si el miedo no fuese con nosotros y nos sobrasen arrestos y ánimo después de la dura subida. En diez minutos habíamos completado lo más inclinado y el paso siguiente se abría para nosotros con aparente comodidad a la derecha de la cuerda que iba en dirección a La Pedriza, muchos kilómetros más allá, hacia el este. Arriba estaban Alex y David, que parecían bajar con dificultad, tal vez debido al calzado inadecuado que llevaban. Cuando nos dieron alcance nos enteramos de que David se había caído. Estaba de mal humor y maldecía las piedras que le habían hecho caer y la montaña que había subido sin ningún motivo especial. Por su puesto maldecía a Jaime que le había metido en aquel embolao y a él mismo por haber caído en aquel absurdo proyecto. Alex, al poco comenzó a tomar distancia y debo decir que ya no le vi más, salvo en una ocasión que logré alcanzarle, ya encarando la primera parte de la Cuerda del Hilo, mientras Jaime se ocupaba un rato de Rocío y David, como ahora contaré.

Al poco de terminar aquella peligrosa bajada que salía del peñón mismo de La Maliciosa, Rocío pinchó. Las piernas comenzaron a flaquearle y sus pasos se tornaron inseguros, vacilantes y cortos. Mis ánimos parecían no hacerle efecto y avanzaba con mucha dificultad por aquel terreno pedregoso. Cada pequeña bajada era un tremendo suplicio para ella. Comenzó a sollozar a cada paso y cuando parábamos le temblaban las piernas. Estaba agotada. Yo le ofrecía en cuanto podía mi hombro, del que ella se colgaba sin apenas fuerzas. David no tenía mejor aspecto y avanzaba con paso débil. Jaime y yo nos colocamos tras ellos. Yo guiaba y animaba a Rocío y él hacía lo propio con David. En un momento en que nos juntamos los cuatro decidí separarme un poco y alcanzar a Alex, al que veía un kilómetro más abajo esperando nuestra llegada. Esa pequeña bajada en solitario por aquel caminillo infernal la hice también a la carrera. El suelo temblaba bajo las pesadísimas botas de montaña que llevaba, demasiado duras y pesadas para ese terreno y para esa travesía. Oía las piedras rodar tras de mí mientras los dedos sufrían el terreno. Me dolían los pies horrores y aún me dolerían más al cabo del día, sin embargo continué estúpidamente con aquel loco descenso hasta que alcancé a Alex, forzando los músculo de las piernas, inconsciente de lo que nos esperaba aún.

Cuando me alcanzaron Jaime, David y Rocío me di cuenta de que ella no andaba nada bien, estaba a punto del llanto y de abandonarlo todo. Jaime y David continuaron bajando y nosotros nos fuimos quedando más y más retrasados hasta quedarnos solos. Serían las dos y media o tres menos cuarto. Veía el camino serpentear entre las jaras, atravesar alguna zona llana pintada de amarillo trigal mientras continuaba animando a Rocío que aunque molida por dentro y por fuera y entre lágrimas y sollozos parecía sin embargo determinada a salir de aquel monte. A lo lejos, ya, quedaba la piedra mala. Y poco a poco veíamos como íbamos saliendo de aquellas estribaciones y alejándonos de sus terribles zarpas. Anduvimos y anduvimos, el dolor era horrible, la sed espantosa y el camino inacabable. A cada loma que bajábamos se abría delante un pequeño llano y otra loma que anunciaba una nueva bajada por otro estrecho y pedregoso sendero entre jaras pringosas. Rocío estaba a punto de desfallecer y aún no se vislumbraba el pueblo. Sin embargo, no estábamos a más de una hora de marcha o eso pensaba yo. Por fin, llegamos a la última loma. Desde ella podíamos ver un prado de suave pendiente que encharcaba en algunas partes un riachuelo infecto. El olor a heno y a mierda de vaca era refrescante y Rocío cobró nuevos ánimos, aunque su paso seguía siendo lento y muy débil.

Ya algunas casas anunciaban el final de la espantosa jornada, la salida de la montaña y la llegada a nuestro destino en el restaurante. ¡Comida y cerveza! Un arroyuelo nos refrescó y recobró de todo mal. Rocío bebía como los personajes de las películas de aventuras que encuentran, tras atravesar el desierto, el oasis salvador. Reímos un rato, nos refrescamos y mandamos a paseo cualquier especulación sobre la potabilidad de aquellas aguas. Sabíamos que más pronto o más tarde completaríamos el camino y que lo más duro había pasado ya. Estaba hecho.

Llegamos al restaurante una hora más tarde de lo previsto. Antes nos habíamos quitado las botas y refrescado los pies junto al coche. La comida transcurrió alegre y pausadamente, regada con cerveza y acuarius, que nos revitalizó junto con la carne que devoramos. En definitiva una jornada a recordar y que contar nuestros nietos. Pues no fue para menos la subida y bajada de La Maliciosa de aquel 18 de agosto de 2007.

4 comentarios:

Anónimo dijo...
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Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Pinchete dijo...

Debido a insistentes presiones por parte de algunos aludidos hemos suprimido los dos últimos comentarios que se hacían en esta entrada.

"todosconalas" en su obligación de informar y opinar sobre la realidad y sus divertidos mundos adyacentes ve incumplida su tarea con esta cobarde autocensura. No podemos dejar de sentir desprecio por nosotros mismos y optamos, como penitencia, por leer el diario ElPaís durante las siguientes 12 horas.

Esperamos no tener que volver a caer en tan denigrante situación o de nuevo sufrir las zarpas de la censura y la represión de la información, se hable de los bigotes del gato Jinx, de las orejas de Dumbo o de la sonrisa de nuestro orinable presidente.

LaDirección.

Sushi dijo...

la calumnia no entra dentro de los límites de la libertad de expresión