2007-06-04

... del Ferrol del Caudillo



Breve relato de nuestro querido amigo el Sr. X que por su belleza e interes reproducimos a continuación.





Hace tiempo que pienso en Ferrol como un resumen casi perfecto de la Historia Universal. Una ciudad donde encuentran cobijo todas las contradicciones, donde todos los delirios se han hecho calle, plaza o barrio. Cada uno de los habitantes de Ferrol es un arquetipo con patas.
Ferrol, pequeño teatro del mundo.
Creo que Torrente Ballester era de la misma opinión. Una prueba sería la ciudad donde transcurren las historias de La saga/fuga de J. B. O el hecho de que La saga/fuga de J. B. sea la historia de una ciudad. Algunos acusaron a Torrente Ballester de plagiar los Cien años de soledad de García Márquez. Puede ser. Pero yo siempre he encontrado más interesante Castroforte del Baralla que Macondo. Al fin y al cabo, soy ferrolano.
Y, al fin y a la postre, soy hijo y nieto de J. B. Mi madre es Juana Bastida. Mi abuelo era José Bastida. Y José Bastida es el nombre del primero de los varios J. B. que protagonizan La saga/fuga...
Esta serie de casualidades, puestas a cocer todas juntas dentro de mi literario caletre ferrolano, me han conducido en muchas ocasiones a las más peregrinas teorías.
Por ejemplo: según la saga familiar, mi abuelo murió trabajando como jefe redero en un barco de pesca, cerca de Terranova. Pero mi imaginación reconstruye el mundo y me sitúa en lo alto de A Coitelada, uno de los acantilados que vigilan la entrada de la ría, desde donde veo partir el pesquero de mi abuelo, que me saluda desde la cubierta. Le devuelvo el saludo, yo, que no llegué a conocerlo. Y veo cómo el barco se va elevando sobre el Atlántico y se pierde entre las nubes, camino de Castroforte del Baralla, ciudad levitante, donde tiene reservado un papel protagonista.
Toda esta divagación sobre las cualidades literarias de Ferrol tiene su origen en la visita que nos ha hecho una buena amiga de la familia, con la que hemos comido este domingo, en casa de mi madre. Durante la comida, entre anécdota y anécdota, nos hizo un comentario sobre la reforma realizada en la Plaza de España de Ferrol.
Antes, digamos algo sobre nuestra amiga. Nació a mediados del siglo pasado, en una aldea a caballo de las provincias de Coruña y Lugo. Como tantos hijos de campesinos, se trasladó al industrial Ferrol, donde trabajó de asistenta para una de las familias más poderosas de la ciudad, a cuyo declive pudo asistir como testigo privilegiado. Descubrió entonces que había personas capaces de pasar hambre antes que prescindir del servicio, porque el servicio era símbolo de jerarquía social. Estas experiencias y las propias del Ferrol de los 70, en el que los obreros de los astilleros eran tiroteados por las Fuerzas de Seguridad, fueron decantando la ideología de nuestra amiga hacia un izquierdismo intuitivo, adecuado a su origen y condición.
Evidentemente, era profundamente antifranquista.
Antes de la reforma, había una estatua ecuestre de Francisco Franco en la Plaza de España. Lo que me trae a la memoria una historia que a mi abuela le gustaba contar: el obrero que insultó a Franco en su misma cara.
Cuenta la leyenda que la estatua se hizo en la Bazán, los astilleros militares de Ferrol. Uno de los mandamases llamó a un obrero y le dijo: ¡Toma, la cabeza del Generalísimo; cuídala hasta que llegue el momento de unirla al resto!. El obrero, perplejo, se quedó solo con la cabeza de bronce del Caudillo. De profundas convicciones comunistas, se sentía como un cura que hubiese agarrado por las orejas al Diablo. Con la cabeza en la punta de sus brazos completamente estirados, el obrero clavó los ojos en los ojos de metal; tenso, midiendo los fonemas, soltó: ¡cabrón!. A partir de ahí, una irrefrenable apoteosis de insultos fue escapando de su boca, tenaz como la lluvia gallega, ácida como un dolor de estómago.
Los compañeros observaban con evidente sorpresa a su amigo, que iba de aquí para allá, soltándole improperios al cabezón aquél, indefenso pero sordo. De vez en cuando, algún camarada se acercaba y le aconsejaba: ¡Suso, déixate de conachadas, que te vas buscar un problema!. Pero Suso no atendía a razones: había esperado mucho tiempo una oportunidad como aquélla y pensaba decirle a Don Francisco Franco Bahamonde todo lo que opinaba sobre su generalísima persona.
Y ahí quedó la cosa. Cuando llegó el momento, devolvió la cabeza al mandamás y siguió con su trabajo.
Los compañeros contaron lo sucedido a sus conocidos y familiares, y Suso se convirtió en leyenda: el obrero que insultó a Franco en su misma cara, título que no deja de tener su retranca; porque, finalmente, lo que Suso hizo fue lo que le ordenaron: cuidar la cabeza de Franco. Análogamente, aunque los obreros de la Bazán estaban fuertemente politizados y eran punta de lanza de la lucha antifranquista, ello no les impidió cumplir con su trabajo: hacer barcos de guerra para el Régimen Franquista. Ni les impidió sentarse a negociar con sus patronos los convenios laborales, cosa que hacía posible la legislación entonces vigente.
Y en fin, como todos sabemos, Franco se murió en su cama, de viejo.
A nuestra amiga no le ha gustado la reforma de la Plaza de España: ¡Con lo bonita que estaba antes!, dijo, ¡ahora es una porquería!.
Hace unos años, la ciudad fue noticia en todos los medios de comunicación nacionales: la estatua de Franco era retirada de la Plaza de España del antiguo Ferrol del Caudillo. Unas grúas hacían volar al Generalísimo a lomos de su broncíneo pegaso, por última vez, camino del destierro.
En 1999, el BNG había obtenido la alcaldía de la ciudad, gracias a un pacto con el PSOE. Para poder eliminar la estatua sin montar mucho revuelo, el Bloque se inventó un proyecto de reforma de la Plaza, cuyo objetivo último debía ser construir un aparcamiento subterráneo.
Con la estatua, desapareció el pedestal; la rotonda que presidía -punto final de la carretera de Castilla, una de las entradas a la ciudad-; las medianas decoradas con flores; los árboles; las aceras.
¿Cómo definió nuestra amiga la nueva Plaza? ¿Una explanada de cemento; es lo único que hay?. Yo también la he visto. Creo que no es sólo cemento: hay losas en el suelo, si no recuerdo mal. Plana, sin puntos de referencia.
Antes, cuando uno tenía que pasar en coche por la Plaza, tenía que girar alrededor de la estatua. Podía hacerlo con el brazo en alto, con el dedo mediano en alto o sin prestarle la más mínima atención; pero era el centro de la rotonda, dirigía el tráfico.
La nueva Plaza permite a los ciudadanos andar en cualquier dirección, sin obstáculos de ningún tipo: pueden ir a donde quieran, donde les dé la gana.
Lo que no queda muy claro es el criterio por el cuál un lugar de la plaza es mejor o peor que otro: todos son iguales. En todos los lugares de la plaza se encuentran las mismas losas. En todos los lugares, la misma vacuidad.
El decorado se ha vuelto minimalista. Las antiguas historias parecen irrepetibles, ecos de una lejana época mitológica: ¿tendría sentido que un capataz le dijese a alguno de sus trabajadores emigrantes: ¡cuida esta losa!? No. Todas las losas son iguales. Si se rompe una, se pone otra; y punto.
Ferrol, pequeño teatro del mundo, tus cambios de escenario me cuentan la historia de los hombres. Me ayudas a entender por qué hay tanta gente perdida. Que ya no saben qué es lo que aman y qué es lo que odian, no saben qué hacer, todo les parece lo mismo; todo les parece aburrido y mediocre. Se miran unos a otros y parpadean. Se preguntan unos a otros: ¿Se está ahí mejor?; y se responden unos a otros: ¡no sabría decirte!.
Pero Ferrol, tú sabes bien que se equivocan, que sólo ha cambiado el escenario, que la ciudad sigue en pie y el espectáculo puede y debe continuar.
Porque el escenario enmarca la obra, pero no decide su final.

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