2007-06-06

A Jenny no le importa.

Otro día dispuesto para la acción. Bajo la chaqueta de Gore llevo mi Glock y dos cargadores extras pegados al pecho. Espero no tener que utilizarlos. También llevo una navaja de apertura rápida en el bolsillo derecho y un gas paralizante en el izquierdo. He estado practicando todo el fin de semana para no equivocarme al sacarlos, no quisiera gasearme la cara estúpidamente. Calzado cómodo y pantalones multibolsillos. Inútil memorizar lo que en ellos llevo, pero podría sobrevivir unos días en la Jungla sin necesidad de recurrir a la comida basura.

En el suburbano. Atento. Hay mucha gente. Cinco chicos con mochilas avanzan en fila india por el pasillo, pegados a la pared. Todos llevan gorras de béisbol, menos uno que lleva una boina azul marino; camisa blanca, pantalones grises con raya y corbata a rayas corinto y azul, a juego con la chaqueta de un corinto un poco pálido para mi gusto. Todos llevan botas militares y una cadena que les cuelga a un lado de la cintura hasta media pierna. Cruzamos miradas. Tienen algo sucio en mente pero no me importa. Cada uno a lo suyo. El ambiente es asfixiante, los de salubridad no han pasado hoy por aquí. El suelo está lleno de porquería, hay desperdicios por todas partes. Tengo que ir esquivando los escupitajos de la gente y los chicles arrojados por los usuarios de la línea 5; son los peores.

En el tubo me siento mareado. Como es lunes la gente se cree que está limpia, que no les hace falta asearse. Se equivocan, huelen a pescado. Un momento. No, soy yo. No debí salir de casa sin revisar mis bolsillos. La comida de Pelusa lleva desde el sábado en el pantalón. Maldita sea. Pelusa ha vuelto a quedarse sin comer todo el fin de semana. Espero que al menos haya sabido sacarle algo a la vieja del quinto. Josefa es un señora encantadora. Siempre tiene una palabra amable para todos y sus guisos son deliciosos. Recuerdo aquella vez que nos invitó a Pelusa y a mí a comer calamares en su tinta. Estaban de muerte, pero fue un tostón de velada. No paró de hablar en los veinte minutos que tardamos Pelusa y yo en acabar la cazuela. Sus hijos no van a verla más que una o dos veces al mes, y eso cuando van. Yo los observo desde la ventana del dormitorio. Él se ha arrejuntado con una desde hace poco y ella tiene un perro horrible, pequeño y gruñón; Pelusa lo odia.

Jo, este viaje no termina nunca. A mi alrededor no hay más que trabajadores y una Jenny mascando chicle con la boca abierta. Un poco más allá una Guay escucha música en sus auriculares último modelo, lleva las rastas de colores y pirsins por todas partes, desde el ombligo hasta las cejas, depiladas en una fina línea que le dan expresión de mala; sus pantalones son una especie de bombachos militares con un camuflaje imposible, zapas gordas de surfera y calcetines blancos. En la mochila lleva chapas con simbología comunista, anarquista y homosexual. Menuda joya.

Antes de llegar a mi destino el tubo se menea más de la cuenta. Una trabajadora gorda y fea me empuja. Hace tiempo que no pasa por la peluquería. Oigo un golpe seco en el suelo, a mis pies. Miro y veo allí abajo mi Glock. La Jenny me mira sin dejar de comer chicle. Sin duda la ha visto. Despacio sin dejar de mirarle a los ojos pintados con rabillos y con cuidado de no mirarle las tetas me agacho a recoger la pistola, lentamente, como en una película. Una vez incorporado guardo más o menos disimuladamente la pipa a mi espalda. No he dejado de mirarla y ella no ha parado con el puto chicle. Mi parada . Ella me observa mientras sonríe a media cara. Me bajo. Ella se queda. El tren se aleja con sus vivos colores por entre el ambiente sofocante y la perenne y sucia neblina con su rítmico zumbido.

¿Por qué no me habrá atacado?

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